No cabe duda de que la obra de William Shakespeare es uno de los referentes más emotivos e intensos de ese complejo asunto al que llamamos condición humana; mismo atributo que le ha valido un lugar de honor dentro del Olimpo de la trascendencia literaria.
A pesar de este indiscutible portento, podría decirse que existen pocas producciones dentro del Séptimo Arte que hayan logrado reflejar ese dramatismo estoico que era consustancial en los textos del autor inglés.
Mismo asunto que Justin Kurzel, director responsable de trabajos de notable envergadura como Snowtown (2011), se ha dado a la tarea de refutar mediante su delirante interpretación de la tragedia clásica Macbeth.
Un enorme Michael Fassbender es el encargado de dar vida al inestable rey sobre el que habrán de cernirse las siempre irrevocables garras del destino; situación a la que se suma una impecable interpretación por parte de Marion Cotillard como la iracunda Lady Macbeth.
Valiéndose de un despliegue visual cuidadosamente hilvanado, Kurzel nos sumerge en una trágica epopeya donde la vitalidad más realista se funde con una serie de elementos oníricos que invitan al espectador a perderse en una indómita belleza cuya refulgencia no decae un solo instante.
El destino, esa irrevocable maquinaria que ha sido parte consustancial del género de la tragedia a lo largo de su historia, se nota obscuramente referido a través de un esteticismo surrealista que anuncia la pequeñez de los hombres frente a los inamovibles esbirros de las Moiras.
Desde Sófocles hasta García Lorca, el sino siempre se ha distinguido como el verdadero personaje principal del formato trágico; fuerza que, a pesar de tomar distintas formas que incluyen tanto lo divino como lo socialmente impuesto, generalmente termina por conducir a los protagonistas hacia ese agónico esplendor que nos obliga a sentirnos plenamente identificados con ellos.
Un elemento que es diestramente aprovechado por Justin Kurzel para ofrecernos la que, probablemente, es la mejor cinta del 2015.